El pelotón bolchevique ordena a la familia descender al sótano con la excusa de fotografiarlos antes de que sean trasladados. Todos bajan, incluso el cocinero, el médico, un ayudante, una criada y hasta el perro del niño. La mujer se queja de que no tienen donde sentarse. El hombre pregunta en dos ocasiones qué sucede. El comandante, Yakov Yurovsky, ingresa a la habitación seguido por sus oficiales y lee las órdenes de ejecución. Luego todos son disparos, golpes de bayoneta y culetazos. Acaban de matar al último zar de Rusia, Nicolás II, y a toda su familia.
Exactamente noventa y cuatro años después, bajo un calor agobiante, camino junto a Hipólito y Joaquín por la ciudad de Ekaterimburgo, frente al lugar donde los soviéticos no sólo quisieron terminar con la dinastía Romanov, sino con el vínculo entre lo monárquico y lo sagrado para instaurar un régimen ateísta. Sin embargo allí, donde durante los tiempos soviéticos funcionaba un museo de ateísmo, hoy se alza la Iglesia sobre la Sangre, llena de feligreses que lloran, sonríen, rezan, gritan y cantan. Todos recuerdan a la familia, a aquella familia asesinada, como si fueran santos. En efecto, la Iglesia Ortodoxa los declaró mártires. Sin quererlo, en la entrada a Siberia, asistimos a la conmemoración más importante del linaje que rigió los destinos de Rusia por más de 304 años.
Corre el año 1918 y la revolución socialista ya es una realidad en la tierra donde los zares gobernaron a su antojo por casi 600 años. Los bolcheviques destronaron a Nicolás II con la Revolución de Febrero y éste fue arrestado junto al resto de su familia. Después de un tiempo intentando encontrar asilo en Inglaterra y Francia, sin éxito, el Verdugo Coronado –como era llamado el zar– y su familia fueron confinados a la casa de un ingeniero de Ekaterimburgo, llamado Nikolay Ipatiev.
El rumor de que un grupo pro zarista –la Liga Checoslovaca– se acerca a la capital de los Urales con el objetivo de liberar a Nicolás y restaurar el régimen apura la decisión del Sóviet Central: Yakov Sverdlov, presidente del mismo, se reúne con Lenin en Moscú y ambos planifican la matanza en Ekaterimburgo (ironías del destino, seis años después y hasta el fin de la URSS, la ciudad se llamó Sverdlovsk por el líder bolchevique, que moriría un año más tarde que Nicolás II, por una epidemia de gripe).
Cerca de la medianoche del 16, doce hombre armados, asesinos de la policía Cheka, llegan al lugar donde el zar y su familia se encuentran bajo arresto. Según el relato de uno de los ejecutores, dos de ellos se niegan a disparar contra las mujeres. Cada uno tiene asignada a una víctima. Yurovsky, al mando del escuadrón mortal, se reserva el derecho de dispararle al zar.
La matanza, que debía ser sigilosa y no dejar rastros (las paredes de la pieza eran de un material que evitaría el rebote de las balas, las cuales, además, debían ir directo al corazón para evitar el derramamiento de sangre), demanda más pólvora de lo pensado. En la habitación hay corridas y algunas de las víctimas son acribilladas por el filo de las bayonetas. El zar Nicolás II, la zarina Alejandra, su hijo Alexis, sus cuatro hijas, Olga, Tatiana, María y Anastasia, el doctor Botkin, el cocinero Tijomirov, el ayudante Trupp y la criada Anna son asesinados. Las crónicas (ésta entre ellas), condenan al perro al anonimato.
Una vez desnudos, suben los cuerpos a un camión para enterrarlos en una mina a las afueras de la ciudad. En medio de la noche, el vehículo se descompone y los sicarios deben improvisar. Sverdlov ordena bajar los cadáveres. Piensan en prenderlos fuego. Desisten de la idea por miedo a ser descubiertos. Forzados por la situación, y con la firme intención de no dejar rastros, queman los cuerpos con ácido sulfúrico para que no puedan ser reconocidos. Finalmente, los entierran en medio del camino.
El Soviet de los Urales emite un comunicado al día siguiente: “El Presídium del Comité Divisional, cumpliendo con la voluntad del pueblo, ha decidido que el ex zar Nicolás Romanov, culpable ante el pueblo de innumerables crímenes sangrientos, sea fusilado”. Un diario publica que el asesinato ha sido “sin formalidades burguesas pero en concordancia con nuestros nuevos principios democráticos”. Pedazo de democracia.
Pasan los años y, a pesar de las desprolijidades, los restos de la familia se convierten en un acertijo sórdido e indescifrable.
La noche fría de la que habla la historia da paso a una tarde de insoportable calor contemporáneo. La cúpula de la Iglesia se puede ver desde casi toda la ciudad. Ahí mismo, donde terminaron con los últimos vestigios de la Rusia zarista, una fiesta está por comenzar. Lo primero que se ven son pañuelos que envuelven la cabeza de cientos de señoras. Blancos, fucsias, beige, naranjas, bordados, punteados, floreados. Pañuelos por doquier. Señores con barbas veteranas. Jóvenes con camisas extravagantes. Hombres vestidos de guerra que lloran como niños. “Son cosacos, la estirpe más guerrera de toda Rusia”, me aclara una chica que llegó desde Moscú para asistir a la celebración. “En los tiempos del Terror Rojo no podíamos profesar nuestra fe. Destruyeron casi todas nuestras Iglesias. Por eso hoy celebramos esta libertad”, explica otra voz debajo de un pañuelo.
Casi todos llevan amarradas del cuello imágenes plastificadas. Me recuerdan a las credenciales de prensa, pero en lugar del nombre de un medio tienen retratos de santos. Son estampitas gigantes. Devotos acreditados religiosamente.
Las cruces me confunden. También están por todos lados, pero no son las que conozco. Tienen dos cruces más en los extremos verticales, como si fueran tres cruces en una, pero la inferior la atraviesa de manera oblicua. La gente también se persigna de otra manera: unen los dedos con más fuerza, se rozan la frente, luego van tan abajo con la misma mano derecha que llegan hasta el vientre, para luego rebotar hasta la parte superior del hombro derecho (no el pecho, como en la señal de la cruz cristiana), luego al otro y acaban la maniobra agachándose para llevar los dedos hasta el piso, en una muestra casi atlética de elasticidad. En Rusia, persignarse es verdaderamente un acto religioso.
Otras señoras, con muchos más años que dientes, se arrodillan en el pasto ignorando su edad y miran, hipnotizadas, la ceremonia que apenas comienza al frente de la Iglesia. Imágenes gigantes muestran a la familia del último zar vestida con túnicas como si hubieran vivido hace miles de años, y con una aureola sobre la cabeza.
El altar fue emplazado al frente de la iglesia, escoltado por una escalinata vestida con una alfombra roja, y una cámara registra la ceremonia en una postal más digna de Hollywood que de una ciudad perdida camino a Siberia. La pantalla gigante, empotrada sobre un camión, invita a miles de devotos a ver lo que pasa ahí, detrás de los pañuelos y los cosacos.
La noche le va ganando al día y sacerdotes con trajes violetas, rojos y dorados, que ya superaron el sudor de la tarde, empiezan a mezclarse con la gente. Ya hay una multitud sometida conscientemente al silencio general, sólo invadido por la voz del sacerdote principal, que lee con dificultad un salmo mientras otro, con un bonete negro, lo asiste con un micrófono que mediatiza la ceremonia. Miles de personas llegaron desde toda Rusia para recordar a un zar que la religión y los libros de historia no se ponen de acuerdo a la hora de juzgar.
Nicolás II, según la historia, no pudo manejar los hilos de una nación de 23 millones de kilómetros cuadrados. Ascendió al trono tras la precoz muerte de su padre, reconociendo no estar listo para la tarea que le caía en suerte, o desgracia. Manipulado por su primo, Guillermo II –emperador de Alemania–; por su esposa, la zarina Alejandra (odiada por todo el pueblo ruso por ser alemana); y por Rasputín, un místico que intentaba curar a su hijo hemofílico y que, se dice, tenía un affaire con la zarina; el último zar de Rusia no tomó las mejores decisiones. Provocó la pérdida del 70 por ciento de su flota naval en la guerra con Japón, en 1905; exasperó a las clases trabajadoras un domingo sangriento de ese mismo año al matar a 92 personas intentando aplacar una movilización al Palacio de Invierno de San Petersburgo; y volvió a ser persuadido para movilizar a sus tropas en la Primera Guerra Mundial, apoyando a la finalmente derrotada Alemania.
Pero las señoras de pañuelos no parecen haber leído esa historia. Sólo hablan del “terror rojo” y hacen fila para besar una imagen del zar, que un feligrés limpia cuidadosamente con un trapo cada vez que los peregrinos sellan sus labios en ella. La familia fue canonizada en 1981 por la Iglesia Ortodoxa rusa fuera de Rusia, donde aún gobernaba la Unión Soviética que asesinó a Nicolás II y que no quería saber nada de dioses ni milagros. Y en 2000 por la misma Iglesia pero dentro de la inabarcable Federación Rusa. Los motivos aún hoy son discutidos: “Resignación y docilidad frente al martirio”, supo justificar el clero. “Eran una familia ejemplar para toda la sociedad rusa”, me trata de explicar un cura, en un inglés tan poco envidiable como su argumentación.
Pero poco importa. Ahora todos corren detrás de una caravana que se dirige hacia el lugar donde los cuerpos fueron enterrados, en el bosque de Koptiakí. La procesión, al mejor estilo Luján, provoca corridas y gritos. Las señoras se empujan entre sí para abalanzarse sobre los íconos de la familia sagrada que cargan en hombros los cosacos. Las que no tuvieron la bendición de tocarlos se miran con recelo. En pocos minutos, la Iglesia y el parque lindante quedan desiertos.
La fiesta acaba tras un día entero de adoración. Encontrar los cuerpos de la familia de Nicolás II, en cambio, tomó casi 90 años. En 1979, tras hallar un informe secreto redactado por el propio Yurovsky, cerca de 1000 restos óseos fueron encontrados a las afueras de Ekaterimburgo. Pero como la Unión Soviética seguía en el poder, un geólogo (Alexander Avdonin) y un cineasta (Gely Ryabov), responsables del hallazgo, debieron mantener en secreto el descubrimiento y volver a enterrar los esqueletos.
Diez años más tarde, el hallazgo se hizo público, y en 1991, Boris Yeltsin –primer presidente ruso luego de la extinta URSS, curiosamente oriundo de Ekaterimburgo– autorizó la investigación que determinó que en total había nueve cuerpos, algunos de los cuales pertenecían a la aristocracia ya que tenían empastes dentales hechos con oro, platino y porcelana.
El misterio estaba a punto de revelarse, pero aún faltaba la confirmación, que llegó con la muestra de ADN que cedió Felipe, Duque de Edimburgo, de parentesco directo con la zarina Alejandra. Y en 1994, tras la exhumación de los restos del hermano de Nicolás, Jorge, se comprobó la identidad del último zar de Rusia.
Sin embargo, dos cuerpos permanecían desaparecidos, el del zarévich Alexis y el de una de las hijas. Recién en 2007, un grupo de aficionados descubrió restos humanos a aproximadamente 65 metros de la fosa donde había sido enterrado Nicolás. Tras las pruebas genéticas, el acertijo quedó resuelto: eran Alexis y la hija restante, Anastasia o María.
La doctrina atea de los soviéticos no sólo asesinó al último zar y su familia, sino que destruyó 43 mil de las casi 50 mil Iglesias que había en toda Rusia. Ni Lenin ni Sverdlov imaginaron que 94 años después, cerca del 90 por ciento de la población rusa sería ortodoxa y adoraría a los Romanov, mártires polémicos. Los libros cuentan que Nicolás era fumador y bebedor. En Ekaterimburgo, sin embargo, es la la Iglesia quien cuenta los cuentos.
Texto: Gastón Bourdieu
Video: Expreso a Oriente
5 respuestas a Los Romanov
Muy bueno Gastón!! A mi particularmente me gusta mucho la historia de los zares, pero más allá del interés, con cada cosa aprendemos!! Y el título (muerte y resurrección) me encantó , refleja el sentimiento presente. Besos a todos.
Con cada entrega un nuevo aprendizaje. Me encantó el video y el relato. Gracias chicos y el saludo de siempre desde Mar del Plata.
Sigo maravillada con sus historias chicos!!! Felicitaciones!!!
Excelente Tato!!!! Me encantó.
Excelente! Sin palabras!