Algo así como bañadas de sangres, las bocas, todas las bocas, pintadas de rojo como si estuvieran muriéndose, desangrándose. Y no lo entendemos, porque acabamos de llegar a Myanmar y no entendemos nada, solo vemos bocas rojas y algún que otro vendedor ambulante. Un taxi que nos deja en la esquina más movida de Yangón y desaparece. Un templo dorado adelante nuestro, un concierto de voces que nos miran y nos nombran. Es de noche y avanzamos por un callejón sin luces en busca de algún hotel. Es tanto el desconocimiento que ni miedo tenemos, nada, solo la misión de esquivar los bolsones de basura y llegar a algún lado. Y después de un rato lo encontramos. Algún lado. Nos abre la puerta un chico con el pelo anaranjado. Nos sonríe, la boca roja, y nos dice el precio de la noche. No hay mucho que pensar, a estas horas, cuando dormir se vuelve el verdadero pasaje a Myanmar.
Uno. Yangón, ex capital de la ex Birmania.
No sabemos cómo decirle, al país, porque se llama Myanmar pero se llamaba Burma, que en español era Birmania. Pero no nos decidimos, jugamos entre uno y otro tratando de descifrar cuál es la variante más exótica. Y es Myanmar, porque a fin de cuentas nadie sabe bien qué es. Nosotros tampoco, que llegamos por la promesa de virginidad que acompaña a su fama. Tailandia, Vietnam, Malasia, China… siempre algo se sabe. Pero Myanmar. ¿Qué es Myanmar?
En el día uno, muertos de calor y arrojados a sus calles, Myanmar es Yangón, una ciudad de cemento perdida hace treinta años. Los edificios se ven pintados por las estrías negras del abandono, sus calles sin veredas parecen ferias de baratijas, los autos modelo setenta y siete se las ingenian entre peatonales improvisadas, y cada dos por tres aparece un monje budista que, digamos la verdad, sufre tanto el caos como cualquier otro. Y además, en perfecta concordancia con su esencia, hay cientos de templos budistas alrededor. Algunos son de oro, otros de cemento, de madera, y en todos hay devotos, creyentes que se arrodillan ante la figura calma de Buda y le dejan pan o frutas, ofrendas de todos colores y formas. La más concurrida de estas pagodas es la Shwedagon, un alto templo de cien metros al que todo budista debe acercarse alguna vez en su vida. Todo budista de Burma, vale aclarar, que en rigor es de los países más budistas del mundo.
Afuera de los templos Yangón se mueve como cualquier ciudad grande del planeta, con las mismas inquietudes, los mismos apuros y arrebatos, pero con muchas menos comodidades. No hay agua potable, no hay alumbrado ni barrido ni limpieza, no hay lujo, en ninguna de sus variantes. Su gente viaja en grandes camiones de carga que hacen las veces de colectivos públicos. Y en la noche, iluminados por los reflectores de una cárcel silenciosa, varios adolescentes se juntan a jugar al fútbol en las calles, en las mismas calles que después recorrerán miles de ratas con impunidad en la dulce sombra de la madrugada. O antes también. Es curioso, para acordarme de las ratas tengo que hacer el trabajo de olvidar cuan naturales se me volvieron. Es que acá la pobreza y el despojo van de la mano, la pobreza y las ratas, las ratas y el despojo. Ratas que después de dejar Myanmar se extrañan, se buscan en otros rincones tratando de recordar lo poco que importaba el entorno para ser felices. Porque ahí fuimos felices, jugando al futbol en patas, cosechando ampollas de cal, buscando como si fuera heroína una conexión a internet que no existe, tomando café instantáneo o comiendo en el barrio más popular de Yangón. Fuimos felices. Una noche un hombre se acercó porque sí. Se sentó con nosotros. Me pidió besos y abrazos y se fue a comprarme unos pinchos a otro restaurante callejero y me los trajo de regalo. Y los comí, eran ricos, pero el gesto lo era todo, un regalo porque sí, porque la barba larga o qué sé yo. Y se fue sonriendo de par en par. Sonriendo y sangrando a la vez, haciendo de su cara esa pintura de la primera imagen que me hice del país.
Cómo voy a contar esto, pensé, cómo se hace para expresar algunas cosas, porque pareciera que desangran, las bocas, todas las bocas, y aunque en las comisuras curtidas se adivinan las sonrisas, el rojo que se impone entre los dientes me hace pensar que agonizan. Que las risas de Myanmar agonizan, bañadas por el color de su pasado o por el de su destino, vaya uno a saber, tal vez bañadas solo por la costumbre mecánica de sus mandíbulas, por su manera tan propia de mascar tabaco y avellanas y terminar sonriendo así. Es que ahí está la clave: la mezcla del tabaco y la avellana tiñe las bocas. Entonces ríen y muestran esa convivencia, esa paradoja, la posibilidad de ser feliz incluso con la boca bañada de sangre. Los ingleses que colonizaron un tiempo el país decían que para hablar birmano primero era necesario acostumbrarse a mascar lo mismo que ellos, acostumbrarse a ejercer la tradición. Pero no lo lograron, por supuesto, y siguió solo el país. No me gusta hablar de la historia que no conozco. Apenas sé que en Burma estuvo la dictadura militar más larga de la historia (desde 1962 al 2011), y que recién en 2015 la gente va a poder votar libremente a Aung San Suu Kyi, máxima figura política, que fue premio nobel de la paz en 1991 (recogió el premio recién este año), estuvo encarcelada más de diez años y fue liberada en el 2010 tras una larga campaña mundial a favor de la democracia en Burma (incluso Diego Maradona grabó un spot pidiendo la liberación de Aung San). Pero insisto, a veces es mejor no hablar de la historia ajena. Así lo pide la gente de Yangón, que se calla o esconde cuando se le pregunta por la situación política del país. Hay policías vestidos de civil y la posibilidad de terminar en un campo de detenidos persuade a la mayoría de alzar la voz. Todavía no hay democracia plena, lo saben, entonces sonríen ante las preguntas y se escapan. Van a los bares a tomar té o se juntan en las esquinas oscuras a mirar la Premier League. En Burma se mira la Premier League. De a veinte o treinta fanáticos de ocasión se sientan en cajones y bajo los toldos de restaurantes improvisados se dan panzadas de partidos tan lejanos que no me explico el fanatismo. Miran en varios televisores de tubo cómo Rooney o Tévez clavan la pelota en el arco de algún otro. Y festejan, a los gritos, alzando los brazos, abrazándose. Festejan nomás, se emocionan. Pero claro, acá el futbol no es un sueño de prosperidad, es solo un juego que da alegrías inmensas debajo de los toldos llenos de goteras que lo cubren todo.
Dos. Los mil templos.
Llegamos a Bagan y empezamos a ver turistas. Es fácil distinguirlos: en Myanmar se visten con longyis (una pollera larga hecha de un retazo de tela), y las mujeres tienen las caras pintadas de amarillo con thanaka, una crema que las protege del sol y las maquilla. Los turistas en cambio usan la misma ropa que se vende en el resto del planeta. Por suerte son muchos menos que en cualquier otro destino, turistas que como nosotros prefieren no encontrar turistas, que les cuesta llamarse así a ellos mismos. Pero lo son, lo somos, y a eso no podemos escaparle.
Llegar hasta Bagan supuso un viaje horrible en un colectivo irreclinable, ruidoso, machaconamente audiovisual. Durante ocho horas repitieron una vez tras otra la sucesión de video clips locales que intentan emular a Shakira o Lady Gaga. Pero llegamos, a las cinco de la madrugada, y la desolación de la estación de buses nos regaló el abordaje de Ao-Ao, un pibe de veinticuatro años destinado indefectiblemente a ser Buda. Nos llevó en sulqui a un hotel y por unas chirolas más nos acercó a un templo enorme a ver el amanecer. No charlamos más que media hora, pero en el recuerdo que decidimos construir de él se puede percibir una voz lejana hecha de relámpagos que repiten su nombre, Ao-Ao, inmutable en la punta de una pagoda, conteniendo en sus ojos el traquinar de todos los sulquis y todos los caballos juntos.
Bagan es algo así como la meca del budismo en Myanmar. Hay más de dos mil templos en pie y a todos se llega caminando o en bicicleta. En la altura, al atardecer, el paisaje se vuelve impresionante: cientos de puntas doradas que se pierden en la lejanía, mientras la vista trata de abarcarlas todas inútilmente. Y se percibe la paz, como si el dRummer hubiera encontrado el sentido a tanto pregón de energías.
Por la noche, cuando ya nos vamos, los templos aparecen iluminados de amarillo. Son un par de reflectores, lógico, pero el ambiente nos hace creer que tal vez ahí esté la mano de Buda o de Ao-Ao, de algo o alguien que no solo entiende de paisajismo.
Tres. El Lago.
Después de tres días de trekking por campos de arroz, plantaciones de té y pueblitos perdidos en medio de la montaña, llegamos a orillas del lago Inle. Subimos a una balsa larga equipada con seis sillas de jardín y atravesamos el lago más grande Myanmar. En el medio del agua, entre carteles que indican direcciones como calles, aparecen algunas casas y pagodas. Los locales pescan a bordo de canoas que manejan con los pies, parados, mientras hacen equilibrio en una punta del bote. Ignacio me mira. Se da vuelta con la cámara en las manos y me mira, busca un cómplice para todo eso que no cree. Es que acá ya no estamos perdidos en el tiempo, estamos en otro lado, y lo confirmamos después de llegar a un pueblo impronunciable y alquilar unas bicicletas. Pedaleamos cerca de una hora y llegamos a otro pueblo impronunciable instalado en algún rincón del lago. Un pueblo lacustre, donde el taxi es una chica que rema a la perfección con sus piernas y nos cuenta que los chicos a veces van nadando a la escuela, que es la manera más rápida. Y que las casas de madera son de los que tienen plata y las de bambú de los que no. Que ella era de las que no pero se pudo armar un restaurancito ahí en el lago y la pelea. Y nos lleva al restaurancito, donde pido un pescado típico de ahí, y me dice que sí, pero que le de unos minutos porque tiene que ir su hijo a pescarlo. Y de vuelta no encontramos con Ignacio en la total sorpresa, pero disimulamos, qué más podemos hacer, y le decimos que sí mientras su hijo de quince años sale con el bote y la red a buscar mi pescado por el lago.
Más tarde las bicicletas nos acercan a un colegio. Pedimos permiso para entrar a un aula y terminamos teniendo una especie de clase especial sobre Argentina. Se la dibujamos en el mapa a los chicos, que tendrán entre diez y doce años, y les explicamos cómo se dicen algunas cosas. Lo primero que aprenden, aunque ya lo sabían, es el nombre de Messi. Lo dicen con la cara iluminada, Messi, y después se ríen cuando hago el tonto chiste de decir que yo soy Messi. Y tratamos de hablar de algo más, tanto como nos permite el idioma, pero llega la hora del recreo y con el recuerdo sonante del dios Messi salen corriendo al patio, pelota en mano, y se arma el partido. Veinte contra veinte, lindo picado. Hay pibes que la mueven, me entusiasmo un poco con eso y les digo que no dejen de jugar, que son los futuros Messi o Maradona. Supongo que les miento, no sé, después de todo ningún burmés juega fuera de Asia, pero un poco por mi falta de fútbol actual y otro poco por el entorno, me voy convencido de que puede ser verdad. La fe, de esto no tengo dudas, se aplica a los campos más diversos.
Cuatro. Mandalay
Para mí la ciudad es el nombre. Nunca supe más de ella que eso, y eso siempre me bastó para querer conocerla. No imaginaba, claro, que Mandalay era una ciudad hecha de suburbios grises, rodeada por templos remotos a los que llegamos de casualidad, que era una costanera horrible pero con encanto, un puente largo que atravesamos en moto infinidad de veces, mirando las pagodas doradas que lo rodean, esquivando los puestos militares que nos miran ir sin dirección. No imaginaba que era uno de los delirios más vertiginosos de mi vida, a la noche, cuando desaparecen los semáforos que nunca vi y la ruta en moto se vuelve un juego de azar y de muerte, en cada esquina, a contramano, sin luces o con luces de frente. No imaginaba que era la cara temblorosa de Ignacio después de varios frenesís de ciento cincuenta cilindradas, o la cara indignada de Tito después de que lo mordiera un perro y se ganara un pasaje a la antirrábica, o la calma del dRummer, lector voraz de un libro de budismo que parece haberle enseñado algo, los distintos nombres de los templos cuanto menos. O que era el show de los Moustache Brothers, el martes a la noche, en el garaje de su casa en el centro, con veinte sillas improvisadas para turistas que van a entender de qué trata eso: una familia de humoristas perseguidos incansablemente por la dictadura, famosos en el mundo por su lucha y sus jornadas en la cárcel después de hablar demasiado, graciosos por momentos, inentendibles, bigotones, dueños de un espectáculo con bailes y con un video en el que aparece Maradona hablando de Burma, dueños del pasado y del destino de Burma, tres hermanos que en los tiempos más oscuros siguieron haciendo humor político aun desde la cárcel, y que hoy, ya menos perseguidos, cuentan el trajín de no callarse la boca en Myanmar. No imaginaba que Mandalay era eso. O que era la cara del tipo que nos despide, el tipo que después de ofrecernos todos los servicios existentes y ser rechazado en cada intento, siempre perdiendo ante una oferta insignificantemente más barata, nos despidió el día que nos fuimos con un amor pocas veces visto, sumándose a la foto y diciéndonos que fue un placer conocernos, diciendo friends y dándonos las manos como si eso le supusiera un privilegio. Esa experiencia única que no sé por qué me dio un éxtasis de felicidad, sentir que de nuevo volvía a conectar fuerte con alguien, sin motivo aparente, sin razón lógica que lo explicara, pero el tipo estaba feliz de habernos conocido y nos lo quería expresar. Eso pasa en Myanmar, la gente expresa sus sentimientos básicos, no les da vergüenza. Mientras que en occidente pareciera que es mejor ocultar el entusiasmo por el otro, ocultar la sorpresa o el extrañamiento, la felicidad de los encuentros, en Myanmar no, en Myanmar se festeja a carcajada viva, a estrechazos de manos y repeticiones infinitas de nombres impronunciables. Por eso es tan mágico y tan indeleble todo esto que, ya lo sé, no voy a poder terminar de explicar nunca. Y no importa, porque Myanmar no se explica ni se cuenta, Myanmar ni siquiera se visita. Myanmar está, como hace treinta años atrás, escondida en la burbuja de su propio encanto.
Yangón es una ciudad bastardeada. Por donde mires encontrás cucacharas, ratas, cuervos y basura. La gente tira todo en la calle, desde una cáscara de banana hasta quince litros de aceite que suelen tirar desde sus ollas o sartenes gigantes. Ahí fríen pedazos de pollo, distintos tipos de arroces y un etcétera que implica, en este caso, un sinfín de otros alimentos.
En la misma proporción que ves frituras, puestos callejeros vendiendo de todo, ratas y basura encontrás personas tiradas en las calles.
Esa gente tiene algo en común que no es solo su color de piel amarronado, su ropa destruida y harapienta, sus uñas largas y partidas, sus pies descalzos, sus cuerpos delgados y su lonyi calado en la cintura.
Su denominador común está en la mirada. Una mirada perdida en el tiempo; perdida en el espacio. Una mirada desolada. Una mirada triste que exterioriza sufrimiento. Una mirada olvidada. Una mirada con hambre. Una mirada flaca como sus músculos que al sol se desgarran postrados en el cemento de esta ciudad. Una mirada desesperada por contar algo que no puede. Una mirada que se mantiene fija cuando te ven pasar. Una mirada que se sostiene ocho o nueve segundos, tal vez sean diez y que te penetra, te parte. Una mirada que sale como flecha, que sale como bala de aquellos ojos negros. Una mirada que corta el aire. Una mirada que quema. Una mirada que busca que te acerques a hablarles y que les cuentes de que país sos, si te gusta el fútbol. Una mirada cómplice. Una mirada de ojos tan negros como las plumas de los cuervos que vuelan por el sur de Asia. Una mirada desnuda, llena de preguntas. Una mirada curiosa, una mirada austera, desesperanzada. Una mirada ahorcada. Una mirada, a fin de cuentas, que solo puede terminar con la muerte.
Texto: Joaquín Sánchez Mariño
Columna: Ignacio Antelo
Video: Expreso a Oriente
Música: Would it be nice, de Beach Boys / This is a song, de The Magic Numbers / Al otro lado del río, de Jorge Drexler
21 respuestas a Myanmar
Otra vez el desinterés y la pureza de espíritu aparece como protagonista, y eso es lo que emociona. Se percibe en las imágenes y se describe en el texto. Dan ganas de dejar las comodidades y meterse en ese mundo descontaminado. Me encantó Myamar, a pesar de las cobras!!!
La clase espectacular!! Felicitaciones!!!
Chicos, me ha parecido MUY corto!!!! pero muy intenso!!!
saludos desde Barcelona!!!
Brillante Myanmar. Magistral la visita a la escuelita. Lo que es el fútbol!!! Me dieron ganas de treparme de nuevo a los árboles y me quedé pensando en lo increible de ir al colegio nadando. Divina reflexión sobre occidente escatimando el “entusiasmo x el otro” y Myanmar regalando sonrisas coloradas. Las cobras: escalofriannnnte!! Sigan disfrutando y compartiendo. Bessssos!!
Esta vez fue primero la poesía del video. Para verlo con los ojos del alma. Poesía pura. Y de la buena, en cada imagen. Me tuvieron quietita, mirando embobada y frenando la emoción. Después el relato, llevándome a ese mundo lejano y ni siquiera imaginado. Joaquín, tus palabras transmiten tantas sensaciones que ya la emoción no se puede frenar. Gracias chicos por dejarme compartir. Si hasta me olvidé de que Boca lo estaba llenando de goles a mi querido Racing.
Se prendio el Doc. Conmovedoras descripciones: Repito se engancho mi marido en su viaje/relato…. buena, muy buena señal. Myamar evoca BURMA, Y No esas increibles bocas rojas, sangrantes…. en realidad, ahora sabemos y vivimos mas , mucho mas ese lugar ultra remoto del planeta: si, si genera esperanza ese partido de Futibol, desde el nordeste del Brasil; Chris y Mary. take care
Genios!!
No dejen de viajar nunca… es mas desde la patria les mando un saludo y ojala todo salga super bien.. ojalá esos pibes sigan jugando al fútbol por siempre y ustedes sigan con ese ritmo.. Vieron cuando termino el capitulo de su serie favorita y dicen uuuuuuuuu ya quiero que sea la semana que viene para ver el próximo..bueno eso le pasa a mas de uno así que no se hagan esperar. Abrazo de chamigo una abrazo desde Corrientes.
¡Los felicito chicos!. Están haciendo que todos conozcamos remotos lugares que jamás serían destinos turísticos de argentinos. Reconozco que no sabía que era Myamar. Super interesante y muy hermosa la musicalización. Sigan aprendiendo y compartiendo. 🙂
belleza pura! no paren nunca! la ciudad de la furia agradece esta inyección de aire
Felicitaciones. Emocionante. Y el video increible.
Hola! Felicitaciones! Seguimos sus crónicas paso a paso. Soy Carola de periodistasviajeros.com Entre enero y febrero vamos para Asia e India y tenemos pensado ir a Myanmar también. Muy buena crónica, sensible y detallada. Saludos!
@carolafmoores @pviajeros
Estuve en Myanmar en Marzo. salvo Mandalay, el mismo recorrido. Como viajero, si alguna vez escribiera, me encantaría saber que provoco cosquilleos en quien me lee. En su caso, misión cumplida.
la verdad que verlos y seguir un poco su viaje me acomoda los días. Llena de emoción y abre pensamientos algo anestesiados por la ciudad. Abrazo y buen viaje muchachos.
de la ciudad de la furia
GENIOS! Increible lo q están haciendo, excelente video.
Les faltó “The road to Mandalay” 🙂
Los felicito por el viaje que están haciendo. Yo no tendría la valentía de estar en esos lugares y conocer esa gente rara.
MUY BUENO EL RTICULO SOBRE UDS. DE AYER EN PAGINA 12. ESPERAMOS SIGAN DISFRUTANDO.
ABRAZO
TOMAS & FAMILIA
Me declaro enamorada de Myanmar. Un país del que debo confesar este es mi primer acercamiento. Me encantaría conocerlo algún día. Felicitaciones por su recorrido
Desde Salto (provincia de Buenos Aires) les agradezco me hagan viajar con ustedes a pura emoción. No paren
¡¡Perón!! Jajajaja. Genial!!
¿Yangón está más bastardeada que Varanasi o Agra?
¡Lo que ha de ser!
Un video emocionante! sin palabras…
Increible video!!!