Y ahora el avión sobrevuela el territorio de Arabia Saudita. Pasamos cerca de Riad, la capital, donde hace años tenía un amigo con el que ya no hablo.
En este viaje, un vuelo como cualquier otro, la aerolínea tiene un patrón cultural que hace del traslado una experiencia árabe condensada. Cuestiones de visados, dólares y tiempo nos privaron de visitar la tierra de La Meca, adonde de todos modos no se puede entrar si no se es musulmán. Pero el asiento 32F de la fila cuatro compensa la resignación. En la pantalla se reproduce lo que va filmando la camarita externa del avión. Se ve un cielo anaranjado pintado con nubes definidas al detalle, como si una lupa apuntara a sus contornos para descifrar un puzzle imposible, y detrás flota una estela hecha de gases que me hace soñar con el infinito.
Es uno de esos aviones modernos que tienen pantallita en cada butaca, y en cada pantallita hay películas para elegir. Las hay indias, árabes, yankees… En las yankees, las que miro, las mujeres que tienen escotes aparecen con el típico pixelado de la censura, se le disfrazan las zonas provocativas con un fuera de foco que, para mirarle el lado bueno, debe ayudar bastante florecer la imaginación. Leo un librito mínimo que explica el islam (no lo explica, los esboza apenas), y dice que hay que evitar promover los pensamientos impuros, y un escote o una tetona agitada sobre los pedales de una bicicleta (con los vaivenes que conciernen en estos casos a una tetona), le mueve el avispero de los pensamientos impuros a cualquiera. Y los árabes, que al parecer no tienen permitido excitarse ni en el cielo, prefieren utilizar el pixelado a arriesgarse a que alguien se encierre en el baño sin ganas de hacer ni lo primero, ni lo segundo, pero sí lo tercero. En fin, sigo mirando la película sin ir al baño pero juego un rato con la imaginación y, de puro terrorista, me figuro dos terribles tetas tras cada pixelado que aparece.
Las azafatas, amabilísimas, visten un velo negro que les cubre parte de la cara. La ropa sin embargo no está regulada solo para los empleados: cualquier pasajero de Saudi Arabian Airlines tiene prohibido subir al avión con pantalones cortos. Y ahora de pronto pienso que era eso lo que buscaban exhaustivamente en los ocho controles de seguridad que nos hicieron para salir de la India: ¡bermudas!
Aterrizamos en Riad para hacer una escala técnica. Imagino cómo podría ser pasar un tiempo acá, donde la cultura se presenta de modo tan intempestivo. Enumero: antes del despegue, como si ellos mismos le desconfiaran al piloto, en la pantalla se proyectan los subtítulos de un rezo a Alá que sale de los altavoces; más tarde Ignacio, en pleno vuelo, pregunta dónde está el norte porque quiere saber dónde está Buenos Aires. “¿Quiere rezar?”, le responde la azafata, “porque la Meca queda hacia allá”. Después nos dan a probar dátiles y un café árabe que nos parece sospechosamente parecido al agua de Ganges. Lo tomamos igual.
Ahora llegamos a Yida. Aterrizamos y cambiamos de avión. Me entusiasmo con la posibilidad de pasar un tiempo en uno de los aeropuertos más importante de Arabia y, más aun, con la chance de esperar un avión en el corazón de Medio Oriente. Esperar un avión en el pasillo iluminado de un paraíso petrolero, e ir al baño, subir escaleras, mirar los uniformes de los policías y preguntarles la hora. Esperar un avión en tierras del Rey Tal y notar que la experiencia más improductiva del mundo, la espera, en Arabia puede convertirse en una lección de islamismo. Y aprovecho y compro una coca cola con tarjeta para que me llegue un ítem en el resumen del banco que constate que estuve ahí, esperando un avión en pleno mundo árabe, jugando con la quintaesencia del romanticismo anti imperialista moderno.
Y el avión vuelve a salir. Si bien nuestro camino por Medio Oriente va a ser por Egipto e Israel, no tengo dudas de que este vuelo también forma parte del recorrido. No se le ponen nombres a los trayectos entre ciudad y ciudad, suelen ser solo distancias vacías de sentido, pura espera entre un no-lugar y otro, movimiento falso que, de resultas, no hace aparecer en algún lado. Pero hoy quiero variar y, en homenaje unilateral a Nicanor Parra –mi poeta–, propongo cambiarle el nombre a algunas cosas: a Dios lo llamaremos como quieran, y a este vuelo le diremos Bienvenida.
Unas horas después, El Cairo.
Dos: Egipto.
Suele llevar un tiempo adaptarse a una ciudad, a un país, a una cultura. Requiere un par de días, breves lecturas de un libro de historia y algunos pifies en situaciones triviales (compra de ticket de colectivo, orden de un postre en vez de otro, pronunciación fallida del saludo más famoso del lenguaje). Pero en Egipto, donde nos recibe la revolución, los tiempos llevan otro ritmo. Aterrizamos en El Cairo el jueves 13 a la noche y el viernes a las 10 de la mañana ya atravesamos todas las instancias de adaptación. Raro, como si el aire primaveral arábigo supusiera un modus hormonal de compromiso. Porque llegamos sin mucho conocimiento de la situación (un tal Mursi –el presidente– es repudiado por mucha gente y quiere hacer una nueva constitución con la que esa mucha gente no está de acuerdo, y se va a votar un referéndum, y mucho no lo quieren, y hay un campamento permanente en una plaza y hay tanques por ahí y capaz se pudre todo), pero me encuentro con un periodista sueco excitado que me dice que van a ser grandes días y le pone un halo de importancia al hecho de estar ahí, y dice que somos testigos de la historia y qué se yo. Puede que el tipo no haya visto una manifestación en su vida, pero en siete minutos de conversación nos convence de que carguemos la cámara, dejemos las pretensiones turísticas al margen y nos pongamos en el ojo de la tormenta como si realmente nos interesara un corno esa tormenta. Pero pasan los minutos, aparecemos perdidos a la Plaza Tahrir, y cientos de egipcios rezan arrodillados frente a un escenario. Tengo la cámara en la mano y corro de un lado a otro con la misma excitación que antes le vi al sueco. Este no vio una manifestación en su vida, pensará el tipo de túnica que me mira desde un costado de la protesta. Y le pifia, porque sí vi, claro, pero ahora entiendo que la emoción no está en la revuelta en sí. No. Está en ese raro fenómeno del que hablo antes, en la manera apresurada en que uno se compromete con todo acá en El Cairo. La energía con que proclaman, la fuerza con que responden, la desesperación fatal de gargantas quebradas hasta el límite. O el llanto seguido de oración, la inclinación hacia La Meca o los puños en señal de entrega. Todo se complota para que uno aparezca involucrado aun sin quererlo. Azhán, un tipo con el que hablo, me dice que están ahí en contra de la constitución, y que si se aprueba van a seguir estando ahí, y que son capaces de entregar su vida para luchar por su país. “En Egipto es muy fácil que te maten hoy en día, y es muy fácil matar a cualquiera”, dice, y me explica que ahí mismo radica la fuerza de la protesta, en esa hipérbole de la impunidad. Después se va cantando.
Cerca de la media noche vuelvo al hotel. Tengo que editar fotos, bajar algunas ideas y pensar por qué carajo me importa todo esto. Digo, por qué me importa contarlo. Sin embargo, en este caso la respuesta me sale fácil, creo. Todos necesitamos revoluciones. Todos necesitamos hacerlas y apoyarlas al menos una vez. Sea para un lado o para el otro, al menos una vez en la vida hay que comprometerse con algo. Y acá, donde ese algo me es tan completamente ajeno, donde mi probable ingenuidad política no puede lastimar a nadie y los riesgos son de otros, acá puedo jugar a la revolución tranquilo. Y de paso, ya que Egipto debe ser de los lugares más visitados del mundo, gano un argumento fuerte para no sentirme turista.
A los pocos días, sin embargo, la condición de turista se impone. Tomamos un tren y llegamos a Tebas, antigua ciudad de Egipto hoy llamada Luxor, nombre dado por los árabes que llegaron en los años seiscientos. Está atravesada por el Nilo y distribuida en casas y puestos de artesanías alrededor de distintos templos en ruinas, la mayoría con más de tres mil años de historia. Además tiene una estación de tren y cerca de medio millón de habitantes. Llegamos un poco apresurados por el calendario estricto que nos deparó diciembre. El primer día caminamos por Karnak, el templo –o lo que quedó de éste– más grande del mundo. Está montado entre columnas impresionantes tallada a mano con cientos de inscripciones extrañas de un tipo con una terrible pija en dirección al cielo (supongo que decir “un tipo al palo” quitaría toda autoridad arqueológica a la observación). Lo guías de los grupos que andan por ahí (nosotros no contratamos uno por falta de plata, entonces tenemos que mendigar la información espiando en los contingentes de japoneses o europeos), dicen que es el signo de la masculinidad. Me alegra el dato porque su obviedad confirma que hicimos bien en no contratar un guía. Además, como al espiar no solo mendigamos información sino también esa sensación de alumno ejemplar que quiere aprenderlo todo, la voz en italiano del gurú de turno –señal de masculinita, dice– me trae la voz de María Marta del Grosso, mi profesora de historia del secundario. Me acordé de ella ni bien creí recordar que eso ya lo sabía, y busqué desesperado en la memoria y de algún modo llegué a los libros de Kapeluz, los dibujos de las esfinges y las mil formas de siempre terminar nombrando al Nilo. Automáticamente me acordé de la importancia de Tebas, la superpoblación del nombre Tebas en aquellos manuales, le severidad con que del Grosso la refería y trataba de hacerme entender su importancia en la historia moderna. En aquel entonces no me conmovía en lo más mínimo: una pequeña ciudad del pasado que en algún rincón remoto de sus tres mil años de historia había sido importante. No mucho más, por supuesto no me importaba que los faraones de la Nueva Era egipcia hubieran establecido acá un mega cementerio de lujo llamado “El valle de los reyes”, donde por veinte dólares la entrada se pueden visitar 12 de las 62 tumbas encontradas, entre ellas las de Ramses II, Ramses III, o Tutankamón (otros 20 dólares para ver la momia y uno de sus ataúdes). No, nada de eso me importaba ni estaba en la memoria. Pero ahora, que no solo estoy en Tebas sino que recuerdo el peso de su nombre en mis años del secundario, ahora de pronto estoy emocionado, y voy como un chico de acá para allá como si estuviera en un parque de diversiones, y saco el carnet del estudiante que ya no soy (muestro el nuevo dni, el chiquito, y peleo e insisto en que es el carnet de estudiante argentino, que dura hasta el 2025, y que me tienen que hacer el descuento del 50% que dice la entrada), y entro hasta a los templos cuya puerta indica que no hay nada para ver.
No sé si del Grosso estaría orgullosa de la treta con el falso carnet de estudiante, pero me doy cuenta de que no tengo ningún prurito cuando de la condición de chanta depende la posibilidad de entrar a algún lugar de la historia. Entonces convencemos al guardia de turno y estamos en medio de un templo milenario en Tebas, y miro el Nilo a lo largo de todo, y me acuerdo otra vez de del Grosso y me emociono, sinceramente me emociono, pienso cosas del estilo “estás acá, llegaste”, cuando en verdad Tebas nunca fue un acá o allá al que llegar. Pero me pasa, me emociono y me pregunto por qué. Dudo que haya alguna respuesta. Solo puedo suponer que aquella remota ciudad del pasado, del pasado en general, no me importaba en lo más mínimo porque en ese entonces aquel pasado en general no tenía ninguna relación conmigo, un adolescente inseguro de Buenos Aires que -chabacano como todos- recordaría las clases de historia gracias a las iconografías semipornográficas de los egipcios (aquel faraón al palo)… Pero hoy, subido a un globo y viendo la misma Tebas desde el aire, hoy que la veo con el recuerdo tierno de María Marta del Grosso hablándome de Tebas, hoy la ciudad es importante, fundamental. Digo, los lugares, no importa su lugar en La Historia, solo significan algo cuando los hacemos parte de nosotros, de la pequeña enciclopedia personal que construimos con recuerdos, con emociones, con retazos nostálgicos de una memoria adolescente. Ahora, que ya tengo 27, de pronto descubro en Tebas que tengo pasado, y que la ciudad es parte de ese pasado aunque más no sea en forma de segundo cuatrimestre de tercer año. Digo, no me emociona Tebas sino la voz de del Grosso hablando de ella, y mi yo adolescente ignorándola, y mi versión moderna recordando todo al mismo tiempo como parte de un mismo papiro sincrónico al que llamo Tebas y que explica, si tiene algún sentido explicarlo, cómo es que llego del signo alado de la masculinidad a esta sensiblería de poca monta, indigna de aquellos dotados faraones.
Supongo que no debiera importar que más tarde, cuando la conexión lo hizo posible, me di cuenta de que la Tebas de la memoria bien podría ser la que está en Grecia, pero no lo sé. Me gusta pensar que del Grosso, conocedora de todas las historias posibles, me estaba hablando de la Tebas en la que más tarde me acordaría de ella.
Tres: Israel
El tiempo pasa. Entramos a Israel por la frontera del sur, por Eilat, donde el mar rojo baña sus costas. De un lado se ve Egipto y en la otra orilla Jordania. El mar, rojo por el color que toma al atardecer y no por motivo morboso alguno, es tranquilo. Apenas está frío, fresquito, y se lo ve como feliz, como en flor en medio de un desierto. Una flor que, además, nos recibe con el abrazo y la risa desquiciada de Tiki. Está parada al otro lado de la frontera y nos grita desde atrás de un guardia de tremenda ametralladora. Voy a ella siguiendo a Gastón. Me la acuerdo tal cual es, igualita a sí misma incluso en el sol de Israel, y a los dos o tres segundos se me vienen todos los recuerdos de Mongolia juntos. Tiki, nuestra amiga que junto a Chen y Aemunatia viajaron en la misma van soviética que Tito, Gastón, Bayna y yo. Bayna, nuestro amigo Bayna, que ahora no está para manejar, pero está Tiki, relajada, histriónica, organizando todo de la manera más perfecta: el cafecito de nombre raro en restó cheto, seudo recorrida por Eilat, visita al Mar Muerto… Bienvenida perfecta con metáfora incluida: flotar en el Mar Muerto, meterse en el punto más bajo de la tierra en relación con el nivel del mar y flotar, flotar incluso haciendo palito, flotar dictatorialmente, flotar en forma de vuelo. Eso: entrar a Israel en el abrazo de la amiga y flotar en medio de un lago al que llaman mar. Y para que no todo sea tan limpito, tan Amado Nervo en nada te debo vida, nos embadurnamos de barro mineral y seguimos flotando un rato más.
Después, de noche, llegará el reencuentro con Chen y Aemunatia en Jerusalén. Más abrazos, más besos. Todos de amistad, salvo uno, un pequeño beso ambiguo que –sin llegar a ser– se cuela en los labios de Gastón y baila. Es lindo verlo, coqueteando en el limbo de lo imposible con una chica que le coquetea en otro limbo, y ahí está lo fatal, porque los limbos no se encuentran, no se tocan, y los besos desaparecen sin llegar al mundo, ni a Jerusalén ni a Mongolia. Es triste ver tanto aborto de romanticismo. Pero el baile continúa y Gastón, intratable soldado del optimismo, pide una cerveza y va en busca de atorrantas.
Además, claro, Israel fue la recorrida bíblica más intensa posible. Día uno: la Vía Dolorosa, las estaciones por las que pasó Cristo con la cruz en su camino a la muerte. Día dos: el Muro de los Lamentos, rezos intensos, mucho poder en forma de fe, mundo ajeno que me llama a silencio. Día tres: Navidad en Belén, Palestina, lugar exacto donde nació Jesús en el año cero, la estrella que marca el sitio y la gruta que hizo de pesebre. Día cuatro: Nazareth, iglesias, mercados. Día cinco: mar de Galilea, donde caminó sobre el agua…
Día ocho: cinco horas de demora en el aeropuerto de Tel Aviv para abandonar Medio Oriente. Los borceguíes de Ignacio duermen en la cinta de seguridad, que busca testaruda el explosivo que esconde el cuero. Pero no lo hay. Finalmente subimos al avión. Nos hacen volver a abrir las valijas a todos. Bajan el equipaje. Esperamos otras dos horas sentados en la butaca. Israel no nos deja ir y a nosotros, que comenzamos a vivir el epílogo de Todo, nos hace gracia. ¿Y si se posterga para siempre? ¿Y si quedamos varados hasta los ochenta en este aeropuerto, varados siempre en la última etapa de Expreso a Oriente? Gastón se ilusiona, le cuesta soltar, pero de golpe se acuerda que no le da el presupuesto y pone cara de pánico. Ignacio calla, semi triste, semi aterrado. Y las azafatas siguen buscando la bomba. Yo sigo buscando ucronías: ¿y si no acabara? ¿y si el avión no despegara nunca? Cómo sería pasar el resto de mi vida en un no-lugar, un lugar que, por definición, no es ningún lugar, o es apenas lo que uno puede hacer de él. ¿Cómo sería perderse ahí?… Y digo: ¿no es eso acaso lo que venimos haciendo hace ocho meses? El mundo, todo, como una gran fantasía de palabras. El mundo, todo, como el sueño que inventamos desde acá.
Texto: Joaquín Sánchez Mariño
Video: Expreso a Oriente
Música: Wonderful World, Rico Rodriguez / One Day, Matisyahu
16 respuestas a Medio Oriente
¡Excelente! ¡Claro que fueron testigos de la transformación de una sociedad! ¡Historia en vivo y en directo!
La religión nos hizo esclavos.
ESPECTACULAR!!!! desde que me recomendaron la pagina, no paro de leer.
Muchas emociones diferentes así como michas realidades diferentes… Partícipes de la historia que se esta escribiendo hoy desde el mejor lugar y tiempo: presentes en el presente!!
Como siempre, sensible.
Casi me pierdo este capítulo, me siento culpable por no dedicarle tanto tiempo a la compu en el verano. Las tentaciones de Mardel me pueden. Pero nunca es tarde y hoy pude disfrutar de este paseo por medio oriente. Como los anteriores: video de colección. Y el relato de Joaquín me llevó de paseo y me despertó algunos recuerdos. Gracias chicos, me tienen conquistada. Muchas gracias.
jaja como me reí. Las partes del terrorista de tetas y bermudas y del optimismo de gastón se llevan todos los premios jajaja.
Me encantó el cierre
demasiado… me volaron la cabeza! en una noche vi todos los vídeos y en una tarde leí todos los post! destinos conocidos y hechos, otros son destinos proyectados y soñados.
sigan subiendo mas pooooor favor!!!! vuelvo a sentir la adrenalina del viajar con sus relatos! Gracias por compartir tanto!!
la historia es la clasica de viaje es un poco aburrido pero me clave unos nesquicks y pude digerirla mejor espero mas aventuras pero mechen algo de levantarse una dama esta demasiado machista la cosa
Sigan viajando eternamente !!!
Me impactó … realmente, excelentes imàgenes de ciudades tan legendarias con culturas diferentes.
Los rostros de los hombres en la protesta en El Cairo, me conmovió, cuanto dolor e impotencia sienten!! y que cosa , las mujeres son las ” Oradoras”. Los feicito. Cariños
Muy lindo Joaco, muy tuyo. Te felicito!
Cuando nombró a Nicanor en relación a mi obra no sabía que era “su” poeta, gracias.
“…a Dios lo llamaremos como quieran, y a este vuelo le diremos Bienvenida.”
Por cosas como estas, me gusta usted.
che escribís re lindo!
yo también, si hubiese viajado a Egipto, estaría metida en el medio de la revolución. que bueno haber encontrado a Expreso a Oriente. Un motivo para entrar a Internet y saber que no estas perdiendo el tiempo.
Espectacular! me encanto, y sobretodo el final, en un par de palabras una sintesis del para que, por que de este viaje, y como hicieron realidad este sueno!
muy bueno!
Genios! Expreso a Africa, por favor!
que te puedo decir? excelente relato. abrazo~
Que loco leer hoy – Un tal Mursi, el presidente, – evidentemente el sueco algo de razon tenia… aunque, en cierta medida, cada dia es historia…
Amo este blog!! abrazoooooo!!!